En enero del año 2008 tuve la gracia de participar del “Camino Ignaciano” organizado por la Compañía de Jesús (los Jesuitas), que es un retiro dividido en 4 etapas: un Taller de Autoconocimiento donde se ve el Ene agrama, Ejercicios Espirituales en silencio de 8 días, una Peregrinación de 3 días y una Misión de 5 días. Por cuestiones laborales lamentablemente no pude participar de la etapa de la Misión. Ésta fue una de las experiencias más “iluminadoras” y “esclarecedoras” de la voluntad de Dios para con mi vida que tuve.
Vuelto renovado de mis “vacaciones espirituales”… Feliz, lleno de paz y gozo, retorno a la realidad… A la rutina, al trabajo y demás actividades. Pero esta vuelta a la realidad fue bastante violenta. En una semana fallecieron el bebé de 6 meses de mi primo Sebastián, la hija de 17 años de mi ex socio Eduardo y el abuelo de 90 años de una amiga mía, y durante el retiro, falleció el hijo de 4 años de quien me presentó en el Servicio Sacerdotal de Urgencias.
Fue un contraste muy doloroso para mí. Venía de vivir una experiencia renovadora del perdón y del amor de Dios, y me encuentro de repente rodeado de desesperación, desolación, angustia y dolor. Es en esos momentos es cuando me pregunto ¡Dios!, ¿por qué?
Puedo llegar a entender la muerte de un adulto mayor y, quizá… Muy quizá… la de una joven. Pero le pregunto a Dios, ¿cómo entender la muerte de un nene de 4 años que comió veneno pensando que eran caramelos? ¿Cómo se entiende?, ¿cómo se asimila, la muerte que un bebé de 6 meses? ¿Cómo se entiende que esa criaturita, primer y único hijo, que nació con una disfunción hepática y hubiese que transplantarlo de hígado, haya sufrido internado en terapia intensiva durante 2 y medio meses, con traqueotomía, respirador artificial, teniéndolo sedado para disminuir su sufrimiento?
¿Cómo entender?… ¿Cómo sentir el amor de Dios cuando un bebé agoniza?, cuando un niño repentinamente muere, los bebés y los niños son personitas que ni siquiera han tenido la posibilidad de pecar… De hacerle daño a alguien, de hacer el mal. Dicen que los bebés que mueren son “angelitos” que se van directamente al cielo.
Como soy muy racional, siempre trato de darle sentido a las cosas para entenderlas. Pero esta vez me superó. Cuando un bebé sufre… Agoniza… Y muere… ¡No entiendo nada! Se me queman los libros y me genera mucha confusión, e impotencia. Pero como aprendí de los Jesuitas, la confusión y la intranquilidad no vienen de Dios, sino del mal espíritu (el demonio).
Entonces traté de serenar la cabeza… Dejar de “maquinar” y de pensar lo injusto que es Dios a veces. Entonces en oración, frente a la imagen de la Máter me puse a percibir internamente la situación… A contemplar e imaginar cómo ese padre (Sebastián, mi primo) y esa madre (Lucía) miraban impotentes cómo se escurría la vida de su hijo Juan Bautista, su único hijo… Impotentes, sin poder hacer nada.
Lo único que podían hacer era acompañar el sufrimiento silencioso de su bebé que tanto quieren. Ese bebé que no lloraba, no se quejaba… Que se calmaba al percibir la presencia de sus padres que no lo podían acariciar, ni acercarse. Al recrear esa escena en mi mente, se me apareció la imagen de Jesús en la cruz… Como si fuera un contraste.
A Jesús lo acompañó María en su Cruz, como Lucía acompañó a Juan Bautista en su sufrimiento en terapia intensiva. Jesús murió en silencio; sufrió muchísimo, pero no se quejó nunca… Como Juan Bautista. Y ahí fue cuando se me iluminó la mente, y empecé a pensar las estupideces de las que me quejo diariamente (los que me conocen saben que soy “quejoso”).
Empecé a analizar de lo que me quejo, lo inconformista que soy, lo pretencioso que soy, lo superficial que puedo llegar a ser, como “no me banco” hacer ciertas cosas a la hora de asumir responsabilidades, etc. Juan Bautista la peleó hasta el final, los doctores estaban sorprendidos de cómo luchaba por su vida… De cómo “no se rendía”. Y me pregunto… ¿yo la lucho? ¿Yo me la banco callado? Ese bebé… ese “santito”, me enseñó a sus 6 meses de edad el valor de la fortaleza, la paciencia, la entrega total en las manos de Dios.
De la etapa que Juan Bautista estaba en terapia intensiva y todo su sufrimiento puedo rescatar el efecto que tuvo en sus padres. Pude vivir la conversión de su papá Sebastián, su vuelta a la fe. Pude presenciar el verdadero amor que una madre puede tener a su hijo. Viví con ellos momentos de total desesperación y desolación como cuando los médicos dicen “ya no hay nada más que hacer”.
Sólo quedaba entregarse a las manos de Dios. Sólo quedaba que Sabas y Lucía le entreguen a María su único hijo en una señal de desprendimiento total, indescriptible para alguien que “mira desde afuera”. Cuando un hombre pierde a su esposa, queda viudo, cuando una persona pierde a sus padres, queda huérfano; pero cuando alguien pierde a un hijo… ¡No tiene nombre! No tiene nombre porque con la muerte de un hijo, se muere parte de uno mismo.
La muerte en sí es incomprensible. Es un misterio profundo como la vida misma, ya que es Dios quien la da… Y quien la quita. Por eso considero que no ayuda en nada y para nada el cuestionarse el “¿por qué?” de la muerte ya que esto nos lleva indefectiblemente a elaboraciones mentales que derivan inevitablemente a sentimientos negativos de odio, culpabilidad, rencor y hasta venganza.
Y estos sentimientos no son de Dios. Por ello, aunque cueste, tendríamos que, con el tiempo, descubrir cuál es el mensaje de Dios, y eso se busca en nuestro corazón… Porque Dios actúa en el corazón (y el demonio en la cabeza). No nos hace bien recordar a nuestros seres queridos fallecidos por lo que “dejaron de ser”, o tener sentimientos de que nos “quitaron algo”… Porque no somos dueños de la vida de nadie.
A mí personalmente me sirve recordar a mis seres queridos fallecidos por lo que dejaron en mi vida… Lo que me enseñaron… Lo que aprendí de ellos… Como pude aprender de un bebé de 6 meses. Asumir la muerte de alguien no es nada fácil. Nadie dice que es fácil y nadie pretende que sea fácil. Mi intención con este relato es que si te toca de cerca una circunstancia de “desprendimiento”, entregues eso a María…
Pídele con mucha oración que te entienda, que sane tu herida y que te haga descubrir con claridad el amor de Dios en esa situación. Para ejemplificar esto, en la “Segunda Parte”: “Carta de una madre que perdió su bebé de 6 meses”, puse la carta que escribió Lucía, la madre de Juan Bautista, al diario de Villa la Angostura, donde vivían.
Ese es un testimonio vivo del amor de una madre y del desprendimiento de su único hijo… Entregándoselo a Dios. Vale mucho la pena que la leas. En la “Tercera Parte” transcribo el aprendizaje que tuvo la Hermana Elena Fortini de la Comunidad de las Hermanas de la Virgen Niña, de Villa la Angostura. “Unidos en la adversidad, de la mano de María, hacia Cristo Redentor”. *
Autor: Guido Rubio Amestoy (Argentina)
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