En cierta ciudad de los Estados Unidos vivió hace tiempo un hombre rico, bien conocido, llamado Zet Pedil, quien no creía en la existencia de Dios; se burlaba de los que creían en Dios, con tal vehemencia lo hacía y con un vocabulario tan soez que cuando los creyentes lo veían, temblaban de terror. Un día, este ateo dijo delante de muchos testigos lo siguiente: “Si Dios existe y es verdad lo que dice la Biblia, que mi cuerpo habite entre víboras cuando yo esté en el sepulcro.”No mucho después, en 1908, este ateo murió a la edad de 82 años, y cuando bajaban su cadáver al sepulcro, había en él una enorme víbora.
Después de esto siempre se han encontrado víboras alrededor del sepulcro del ateo.
El sepulturero dijo que una vez mató cuatro víboras en esta tumba, mientras que en otras no se encuentra ninguna. Otro escribió: “El sepulcro de este hombre está siempre lleno de víboras.
En cualquier tiempo que lo visitéis, encontraréis estos animales; el año pasado visitamos ese lugar veinte personas y encontramos veinte víboras.” Y se asienta que mientras más víboras matan, más abundan.
En 1931, el director de un periódico escribió lo siguiente: “En abril visité la tumba del ateo Zet Pedil y vimos en él seis víboras negras; mi compañero mató una de ellas a la que fotografiamos. El sepulturero nos dijo que esa mañana él había matado cuatro.
Y que hacía algún tiempo habían abierto el sepulcro y lo habían limpiado para extinguir los animales, pero no habían tenido éxito. Y otro hombre dijo: “Es notable que en los sepulcros adjuntos no haya ni una sola víbora, mientras que éste está infestado.”Este hecho, raro y notable, a la vez que verdadero, se ha esparcido por medio de los periódicos y folletos, acompañado por fotografías.
Con esto, muchos hombres juiciosos e inteligentes se han convencido de su error; pero otros, desgraciadamente, han seguido en su pecado. Dios contestó el dicho del ateo e hizo que su cuerpo habitara entre víboras.
Cuánta razón tenía el Apóstol al decir: “No os engañéis, Dios no puede ser burlado” (Gálatas 6:7).—Julio Petridis, en El Heraldo de Santidad
Es fácil abrir los labios para pronunciar maldiciones sobre nosotros y sobre los demás y a veces no entendemos que las palabras que salen de nuestros labios tienen poder.
Cuantos padres han lanzados maldiciones a sus hijos o viceversa. Cuantas veces no hemos medido tal arma.
Hoy es una oportunidad para bendecir mi día, mi familia, mis amigos, mis compañeros de trabajo y apartarme de aquellas tendencias a hablar cosas de las cuales tendré que arrepentirme tarde que temprano.
El día señalado, Herodes, ataviado con su ropaje real y sentado en su trono, le dirigió un discurso al pueblo. La gente gritaba: «¡Voz de un dios, no de hombre!» Al instante un ángel del Señor lo hirió, porque no le había dado la gloria a Dios; y Herodes murió comido de gusanos. Hechos 12:21,22
Mis labios no hablarán iniquidad ni mi lengua pronunciará mentira! Job 21:4
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