El que tiene fe nunca va de rodillas por la vida gimiendo y lamentándose de que la carga es demasiado pesada, de que se le trata con injusticia. Por el contrario: mira la adversidad cara a cara y luego afirma: "Como hijo de Dios, yo soy superior a cuanto me pueda ocurrir."
Yo creo que usted y yo fuimos hechos para ganadores. Fuimos creados para ser grandes, no pequeños. Para vencer las debilidades y llegar a ser un gran ser humano, tenga fe. Recuerde esas palabras poderosas: " Si tuvierais fe como un grano de mostaza . .. nada os sería imposible" (S. Mateo, 17:20).
La memoria, en el momento y el lugar más inesperados, nos trae otra vez cosas, personas y acontecimientos aparentemente olvidados desde hacia mucho tiempo. Este milagro del recuerdo lo experimenté hace poco, andando en New York por la Quinta Avenida con calle 35. Súbitamente me sentí transportado al otoño de 1933 y me encontré con Fred.
Fred era un amigo a quien había conocido en Brooklyn unos años atrás, aunque no lo había vuelto a ver. Lo vi venir por la calle adelante con sus mismos hombros cuadrados y la misma expresión de paz en el rostro. Fue un encuentro afectuoso: "¿Cómo te va?" le pregunté. Debo aclarar que este encuentro ocurría en lo más hondo de la gran depresión de los años treinta, tal vez el período más negro de la historia económica del país. Las fábricas se habían cerrado. Las tiendas vacías en toda la ciudad daban testimonio de las quiebras de los negocios. Empleados y obreros habían sido despedidos por centenares de millares; sueldos y jornales se habían rebajado no una sino muchas veces, Cocinas de caridad y largas "colas del pan" atendían a los menesterosos, muchos de los cuales habían sido ricos, Se decía en todas partes que ninguna persona mayor de treinta años tenía ni la menor probabilidad de conseguir empleo. Tal era la situación cuando me encontré con Fred en la antes próspera Quinta Avenida, aquella tarde de octubre.
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