Era un día muy ajetreado en nuestro hogar. Pero claro, con 10 hijos y otro en camino, todos los días eran un poco agitados. Ese día en particular, sin embargo, tenía dificultades incluso para realizar los quehaceres domésticos de rutina, y todo a causa de un pequeñito. Len, que tenía tres años entonces, estaba encima de mis talones, dondequiera que me dirigiera. Cada vez que me detenía para hacer algo y me volteaba, tropezaba con él. Varias veces le había sugerido pacientemente actividades divertidas, para mantenerlo ocupado.
-¿No te gustaría jugar en el columpio?
-le pregunté una vez más.
Pero él simplemente me brindó una inocente sonrisa y me dijo:
-Está bien, mamá, prefiero estar aquí contigo.
Luego continuó retozando alegremente a mí alrededor.
Después de pisarlo por quinta vez, comencé a perder la paciencia e insistí en que saliera a jugar con los otros niños.
Cuando le pregunté por qué estaba actuando así, me miró con sus dulces ojos verdes y me dijo:-Mira, mami, en la escuela mi maestra me dijo que caminara tras las huellas de Jesús. Pero como no puedo verlo, estoy caminando tras las tuyas.
Tomé a Len entre mis brazos y lo abracé. Lágrimas de amor y de humildad se derramaron sobre la oración que brotó en mi corazón: una plegaria de agradecimiento por la simple, pero hermosa perspectiva de un niño de tres años.
¿Qué tipo de huellas estás dejando en tu vida?
¿Quieren tus hijos, amigos o compañeros de trabajo seguirlas?
Mucho hemos oído de seguir las huellas de Jesús, pero ¿pueden los demás seguir las tuyas también?.
Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Juan 8-12
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